Tratar de convencernos de que en nuestro país todas las cosas van absolutamente mal y negar la más mínima posibilidad de que puedan ir bien, constituye un pesimismo arriesgado, que puede aproximarse a la sinistrosis, si aquel se utiliza con el objeto de destruir todo lo que existe, para llegar a un utopismo idílico e irrealizable o a un radicalismo falto de racionalidad, cuya definición nos dio Pauwels en su libro “Carta abierta a las gentes felices”: “palabra mágica, mediante las que los imbéciles manifiesten su pereza ante las dificultades de la libertad”.
Pero dentro de las diversas clases de pesimismos, hay diferentes niveles, tres, en concreto, que se diferencian en lo que se propongan en el terreno económico, político, social, ético y humano.
Nos solemos encontrar en primer lugar con un pesimismo que podemos calificar de generacional, luego con un pesimismo constructivo y, finalmente, con un pesimismo destructor.
Pierre Daninos, que hizo reír a los franceses durante muchos años, nos presentó el pesimismo generacional, dándonos a conocer a la que familiarmente llamaban tía “Iniaplu”, fórmula abreviada del Il n´y a plus (ya no hay). Se trataba de una señora que superaba ya la edad canónica y que recordando su juventud y lo bien que en ella le fue, llegó a admitir, como un axioma, que todo tiempo pasado fue mejor y en cada ocasión que le visitaban sus nietos y los amigos de estos, pletóricos de juventud, no podía dejar de espetarles con tono altivo, manejando adecuadamente su monóculo, cosas como las siguientes. Queridos míos, “Ya no hay gobiernos, ya no hay artesanos, ya no hay gentes honestas, ya no hay servicio doméstico, ya no hay hombres de Estado, ya no hay buen pan, ya no hay profesores, ya no hay diplomáticos, ya no hay moneda segura, ya no hay camareros, ya no hay, ni buenas tortillas en el Mont – Sant – Michele…”
La tía “Iniaplu”, con todas estas jeremiadas, no pretendía cambiar la sociedad, ni los gobiernos, solo pretendía disfrutar de sus recuerdos, sin esperanza alguna que su auditorio la creyera o se soliviantase. Más bien les hacía pasar un rato agradable y distendido, creando con ello, paz de espíritu. Se trataba de un pesimismo inocente y generacional.
Junto al anterior tipo de pesimismo, nos encontramos con el que exclusivamente quiere reflejar con exactitud los males que nos aquejan, con el único fin de recodárselos a los gobernantes y políticos, para que traten de reducirlos, y, a ser posible, de eliminarlos. En España, se podrían contar por cientos los pesimistas de esta clase, pero hacemos referencia a dos escritores que vivieron a caballo del siglo XIX y siglo XX. El primero, es el olvidado Macías Picavea, autor del libro “El problema nacional” que con amplios conocimientos de la psicología del pueblo español, como también los tenía Rafael Altamira, nos enumeró los rasgos más destacados de lo que nos pierde a los españoles: “atrofia de la vida nacional, pérdida de personalidad, incultura, desorientación, ideologismo, vagancia, pobreza, moral bárbara, irreligiosidad decadentista, incivilidad regresiva, y psitacismo o predominio de la palabra, o de la retórica, sobre el pensamiento…”
Ganivet, tampoco se quedó corto. En “El provenir de España”, un tanto desolado, consideró a nuestro país – al que amaba intensamente – “como una nación absurda y metafísicamente imposible y el absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento”. Tampoco quería dar pábulo a una revolución, solo describía, por si alguno quisiera mejorar la descripción. Los intelectuales ya se sabe que no son hombres de acción y ¡ay de nosotros, si se meten a políticos!.
Y en fin, nos vamos a topar con un pesimismo destructor y galopante, cuyo objeto es crear por todos los medios, la insatisfacción, la inquietud y el descontento. Giscarg d´Estaing, hermano del que fue Presidente de la República Francesa, en un artículo sobre “Técnicas de insatisfacción”, publicado en la “Revue de Deux Mondes” en 1970, nos describió la fórmula empleada por quienes desean hacernos cada día más descontentos: “negar todo lo que va bien, denunciar todo lo que no va, ignorar lo que se hizo para que no vaya peor y pretender que el único método sea destruir los que hasta ahora se construyó”.
Una vez creado el descontento, se inicia la conquista del poder y, una vez logrado, se tratará de cambiar los valores, como si de un automóvil se tratase, cuando aquellos, no son nunca susceptibles de elección, porque son eternos (Marcel de Corte), se echarán abajo las tradiciones, se introducirá un laicismo beligerante, se socavarán las bases de la familia, se ocultará siempre la verdad, se militizará el pensamiento – pensar, para estos pesimistas, siempre es malo, en los demás – se nacionalizará desbocadamente todo, y se introducirá un nuevo concepto de moral, tan querido por Lenin: “Llamo moral a toda acción favorable al Partido e inmoral a toda acción que le perjudique”.
Todo ello irá acompañado de una satanización del “sistema” existente, para ser sustituido por el suyo, que es ya bien conocido por su contenido y por el fin que tuvo en algunos países.
Finalmente, no puede dejar de advertirse, que este pesimismo destructor, y sus acólitos, no dejarán de entreverar, de vez en cuando, mensajes de templanza y sensatez, para lograr atraer a los que aún no hayan convencido, pero debe tenerse muy en cuenta que la experiencia política nos ha mostrado, que quienes practiquen tal pesimismo, pueden cambiar de posición, pero nunca de postura.