Si las relaciones sociales de todo tipo, estuvieran engarzadas en la buena fe, podríamos decir, con toda verdad, que viviríamos en el mejor de los mundos posibles.
En un admirable prólogo del profesor Diez-Picazo, al ensayo de Franz Wieacker, titulado “El principio general de la buena fe”, afirma que aquella “no es ya un puro elemento de un supuesto de hecho, sino que engendra una norma jurídica completa”.
En el Derecho de Trabajo, la buena fe viene desarrollando un papel esencial para conseguir que sus normas no solo se apliquen adecuadamente, y de manera efectiva, sino además, para que aquella aplicación se lleve a cabo con satisfacción para ambas partes del contrato de trabajo.
Mediante aquel principio que algunos han considerado como de un carácter constitucional “implícito”, se trata de establecer “un criterio de valoración de conductas… que se traduce en directivas equivalentes a la honestidad, probidad y confianza” (Gil y Gil), notas aquellas que se encuadran, en un contrato, en el que el trabajador y el empresario se imponen libremente a sí mismos y de cuyo cumplimiento dependerá que el mundo de las relaciones industriales vayan por un camino realmente social.
Más de una vez nuestra jurisprudencia ha advertido que en nuestro Estatuto de los Trabajadores se trata “con demasiada vaguedad e inevitable amplitud” la buena fe, cuando se leen dos de sus artículos: primero al considerarse como derecho básico de los trabajadores “cumplir con las obligaciones de su puesto de trabajo de conformidad a las reglas de la buena fe y diligencia” (art. 5,a) y en segundo lugar, al exigir que “el trabajador y el empresario se sometan en sus prestaciones recíprocas a las exigencias de la buena fe”. (art 20,2).
En efecto hay cierta generalidad en tales preceptos, si bien el Tribunal Supremo los matizó manifestando que tales vaguedades se completan mediante “normas especiales y convencionales y otras reglas contractuales que se encargan de concretar el aspecto genérico de la buena fe”.
En este aspecto y con referencia a la buena fe aplicada en la negociación colectiva, sería contrario a aquella utilizar engaños, intimidaciones, manipulaciones fraudulentas o actos violentos, si bien no será aplicable a la negociación extraestatutaria, en que las partes gozan de libertad para aceptar o rechazar la apertura de negociaciones (TS 24205).
No deja de advertirse, también doctrinalmente, que la buena fe está referida de manera llamativa al trabajador (al exigirle disciplina, colaboración, contribuir a la mejora de la productividad etc), y que la jurisprudencia ha precisado al decir que «el empresario debe cumplir con sus obligaciones contractuales, de modo que el legítimo interés del trabajador sea atendido”, y que “los deberes de buena fe del empleador están orientados al cumplimiento del fin del contrato y no a la satisfacción egoísta, de uno solo de los contratantes, en perjuicio del otro”, insistiendo en que aquella debe “regir para ambas partes y, que no se la puede exigir hasta extremos ilimitados, cuando una de las partes está realizando actuaciones que la otra parte contrata, sin lugar a dudas, que van encaminadas a poner en peligro su estabilidad en el empleo”.
Teniendo nuestro tema una manifestación llamativamente casuística, sería imposible presentar con detalles cómo se resuelven situaciones diversas en todos los aspectos, lo que no impedirá recoger los criterios jurisprudenciales más significativos:
- La falta cometida o el incumplimiento no está en el daño causado, sino en el quebranto de la buena fe depositada, al configurarse aquella como la ausencia de valores éticos.
- La inexistencia de perjuicios para la empresa o la escasa importancia de los derivados de la conducta reprochable del trabajador, no impiden se produzca una lesión al principio de la buena fe.
No será necesario que la conducta tenga carácter doloso, pues también se engloban las acciones simplemente culposas, para que se vulnere la buena fe. El no poder acreditar la existencia de un lucro personal para el trabajador tampoco tiene relevancia para justificar la actuación indebida de quien comete la falta.
Todo esto implica que el juzgador se vea obligado a aplicar la “teoría gradualista” para decidir, pongamos por caso si una “transgresión de la buena fe contractual”, puede dar lugar a un despido o a una sanción inferior que el empresario elegirá y ello porque para que la conducta irregular pueda merecer el despido, deben concurrir las notas de “gravedad y culpabilidad”. Ciertamente que es frecuente encontrar resoluciones judiciales que dicen, simplemente, que “la buena fe no es graduable”, pero no es menos cierto que los Tribunales Superiores de Justicia han apostillado al decir que ello no puede suceder más que cuando se trata de casos de extrema gravedad o de conductas reiteradas, pues, no parece razonable que la procedencia de un despido dependa de una apreciación subjetiva del empleador “pues bastaría para que ello se produjera, con que aquel dijera que ya no confiaba del trabajador”.
No cabe olvidar en este contexto que el artículo 54,1 ET, sobre despido disciplinario le somete a que los incumplimientos sean graves y culpables, en el caso también de transgresión de la buena fe contractual (art. 54,2,d ET).
Todo esto es a veces difícil de comprender. Y precisamente Diez-Picazo nos hace una observación muy realista: “lo más grave de todo ello, es que una cosa será buena fe tal como la entienden los juristas y otra, muy distinta, lo que por buena fe se entiende por las buenas gentes que utilizan únicamente el sentido común.» De aquí que siempre en esta clase de procesos se requiere un análisis pormenorizado de cada caso, al estar ante un concepto jurídico indeterminado.
La doctrina laboralista europea, ha resaltado que la vulneración de la buena fe suele ser manifestación de una conducta incivilizada (inciviliter agere).
Tras todo ello, nunca se podrá olvidar el texto tan lacónico como expresivo de nuestro Código Civil “Los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe» (art. 7,1).
Viliulfo A. Díaz Pérez
Socio fundador. Abogado. Auditor de Cuentas. Administrador concursal