El pueblo soberano debe estar muy agradecido a las Administraciones Públicas por la preocupación que muestran hacia el prójimo, al venir otorgando subvenciones económicas a quienes pasen por situaciones difíciles o deseen emprender una vida nueva, para la que les falten los medios suficientes de todo tipo: creación de empresas, atención especial a regiones en decadencia, ejecución de proyectos, adopción de comportamientos singulares y muchas otras circunstancias dignas de ser protegidas
La labor, en este orden de cosas, de las Administraciones nos hace recordar aquella pregunta que hizo un joven a un predicador, rogándole que le indicase qué medios debía emplear para tener una cierta seguridad de que cuando le tocase desaparecer de este mundillo loco, podría disfrutar del Paraíso: Hijo mío, le contestó, las campanas del convento te lo están diciendo día tras día: ¡dan-do, dan-do, dan-do!. Consejo que podría aplicarse también a quienes desde la Administración dan algo, con el fin de lograr un paraíso, en este caso político terrenal, mientras sigan pisando firme en este globulito en que vivimos.
El concepto de subvención, desde un punto de vista técnico, es bien sencillo: “aportación de carácter económico percibida por una persona, o un grupo de personas, desde un organismo público, y que no se debe reembolsar”.
Varios son los matices, efectos y supuestos que se pueden dar en esta materia.
De una parte, la subvención da pie a la Administración para que pueda extender en torno suyo, una tupida red en la que deben permanecer cierto tiempo los beneficiarios, algo que permitirá a aquella no solo ejercer un siempre deseable acercamiento a los administrados, sino a la vez llevar a cabo un control sobre ellos, para comprobar si cumplen realmente las condiciones de tal concesión dineraria, a través de unos funcionarios investidos de la condición de agentes de la autoridad, siguiendo las pautas de la Unión Europea, cuando pone a disposición de sus miembros, una siempre bien recibida lluvia de subvenciones o ayudas económicas del más diverso tipo.
Debo confesar, a este propósito, que leyendo en la Exposición de Motivos de la Ley General de Subvenciones, cierto párrafo, me ha sobrevenido una especie de escalofrío, pródomo de una gripe, que afortunadamente no se produjo: “La Ley de subvenciones es un instituto de regulación de una técnica de intervención administrativa, que ha penetrado de manera relevante en el ámbito de todas las Administraciones Públicas”. Pasada la primera mala impresión, me he preguntado si con tal frase no se tratará de “atar corto”, al fiel y resignado contribuyente, como ya se hizo, no hace mucho tiempo, encerrándole en casa una temporadita, o clausurando el Parlamento, base de toda verdadera democracia, con motivo del Coronavirus, forma de proceder que no hizo ninguna gracia al Tribunal Constitucional y menos a nosotros que teníamos puesta toda nuestra fe en esa “libertad” que el artículo 1 de nuestra Constitución considera como “un valor superior”. Los franceses también tuvieron nada buenos recuerdos de una libertad mal entendida, que hizo decir a sus administrativistas: “La utilización sistemática de medios incitadores (y las subvenciones tienen un fuerte incitativo melindre), puede dar lugar a un control más sutil y más insidioso por parte de la Administración”.
Entre una de las “virtudes sociales” de las subvenciones, puede citarse la posibilidad que tienen de actuar como “apagafuegos”, cuando ciertos sectores (agricultura, pesca, transporte, entre otros), muestran su descontento, con manifestaciones o anuncios de huelgas, si no se atienden sus justas peticiones, mediante ese “dan-do”, que puede atemperar sus cuitas.
Pero los beneficios que aportan las subvenciones pueden ser aprovechados por la picaresca y los Lazarillos de Tormes que aún viven y colean en el territorio nacional, confundiendo aquellas, con una especie de “maná” semejante al que les llegó a los israelitas cansados de tantos días en el desierto y que Yahvé, a petición de Moisés, les procuró dándoles “agua y pan” y “un alimento que era blanco, como semilla de cilantro, con sabor a torta de miel”, que utilizarán los desaprensivos para vivir mejor una temporadita, asumiendo los riesgos correspondientes, y con perjuicio directo para los que no son pícaros.
Por supuesto que la condición que más valor dará a las subvenciones es su reparto con “equidad”, palabra que los romanos preferían al vocablo “justicia”, y que exigirá que, al distribuirlas, no se haga acepción de personas, ni de ideologías, ni de Comunidades Autónomas, según sea quien las presida.
Y, en fin, no podemos dejar de considerar como una muestra de la inocencia de nuestros primeros padres, antes de la caída, el art. 2.1 a) de la Ley ya citada, al decir: “La entrega se hará sin contraprestación directa de los beneficiarios”. Sin negar en absoluto el alto nivel ético de tal norma, que aparta de sí todo indicio de corrupción, por leve que sea, sin embargo, es posible que alguno de los receptores de las cantidades que tanto deseaban, para mostrar su agradecimiento al organismo que se las concedió, decidan, en uso de la libertad que tienen a cambiar el voto, a cualquier nivel que se celebran las elecciones y se le den a un partido diferente al que pertenecieron mucho tiempo.
Es probable que, de llevarse a cabo una investigación sociológica objetiva, se pudiese descubrir que, a medida que se acercan las elecciones, aumentan significativamente el número de las subvenciones, que por supuesto, se esperan siempre con ilusión, como algo que puede dar más votos al partido dominante en el organismo que las otorgó. Ya se sabe, ¿manitas que no dais, qué esperáis?
Viliulfo Díaz Pérez
Abogado